Muchas veces él había sentido esa sensación de no pertenecer del todo, de no pertenecer en parte, de no pertenecer. Ubicado como una isla, como una flor amarilla entre el pasto seco y marrón, como una flor cortada, como un jazmín cortado y ya casi amarillo, ya casi ceniza, como un cóndor siempre solo, siempre azul recortado en cualquier árbol, como un árbol negro, como un molino dejado, como el espejo sin nadie enfrente, como el piano, el sarcófago, roto, abandonado, como...
Entonces, la conclusión le surgió como surge el agua al abrir una canilla: yo no vivo, yo solo contemplo de lejos la vida, nací para ser espectador, para entender algo, tal vez, o no, solo para ver, solo para encontrar, solo para sufrir sin participar. Abrió los ojos.
La lluvia caía copiosamente y él salía de su casa.
Las gotas le caían en la nuca, en la cara, en los brazos, en los zapatos, y en las pestañas y en las manos le resbalaban. No le importaba (¿Qué le importaba?). Esa lluvia chocaba contra la vereda, sobre las calles, los edificios, sobre los techos de los paraguas, y él, ya empapado, la observaba, advirtiendo que ella no hacía más que reflejarlo, que compadecerlo, porque al fin de cuentas ella cumplía el mismo papel que aquel hombre: apenas tocar, y deslizarse...
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