Aquel que no acepte este mundo no construirá en él casa alguna. Si siente frío, lo siente sin tener frío. Tiene calor sin calor. Si tala álamos blancos, es como si no talase nada; pero los álamos blancos están ahí, por el suelo, y él recibe el estipendio convenido, o bien sólo recibe golpes. Recibe los golpes como un donativo sin significado, y parte sin asombrarse.
Bebe el agua sin tener sed, se hunde en una roca sin el menos malestar.
Con la pierna fracturada, bajo un camión, conserva su aire habitual y sueña en la paz, en la paz, en la paz tan difícil de obtener, tan difícil de conservar, en la paz...
Sin haber salido nunca, el mundo le es familiar. Conoce bien el mar. El mar está constantemente debajo de él, un mar sin agua, pero no sin olas, pero no sin extensión. Conoce bien los ríos. Los ríos lo vadean constantemente, sin agua pero no sin languidez, pero no sin torrentes repentinos.
Huracanes sin viento lo acometen con furor. La inmovilidad de la Tierra es también la suya. Carreteras, vehículos, rebaños infinitos lo recorren y un enorme árbol sin celulosa, pero muy arraigado, madura en él un fruto amargo, amargo muchas veces, raramente dulce.
Así apartado, siempre solo en cualquier cita, sin retener jamás una mano entre sus manos, sueña, con el anzuelo en el corazón, en la paz, en la condenada paz lancinante, la suya, y en la paz que se dice que está por encima de esa paz.
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