Oda a un ruiseñor
Me duele el corazón y un pesado letargo
aflige a mis sentidos, tal si hubiera bebido
cicuta o apurado un opiato hace sólo
un instante y me hubiera sumido en el Leteo
(…)
¡Oh, si un trago de vino largo tiempo enfriado
en las profundas cuevas de la tierra
que supiera a Flora y a la verde campiña,
(..) si pudiera beber
y abandonar el mundo inadvertido
y junto a ti perderme por el oscuro bosque!
Perderme a lo lejos, deshacerme, olvidar
que entre las hojas tú nunca has conocido
la inquietud, el cansancio y la fiebre
aquí, donde los hombres tan sólo se lamentan
y tiemblan de parálisis postreras, tristes canas,
donde crecen los jóvenes como espectros y mueren,
donde aun el pensamiento se llena de tristeza
y de desesperanzas, donde ni la Belleza
puede salvaguardar sus luminosos ojos
por los que el nuevo amor perece sin mañana.
¡Lejos! ¡Muy lejos! He de volar hacia ti.
No me conducirán leopardos de Baco
sino unas invisibles y poéticas alas;
aunque torpe y confusa se retrase mi mente:
¡ya estoy contigo! Suave es la noche
y tal vez en su trono aparezca la luna
circundada de mágicas estrellas.
Pero aquí no hay luz, salvo la que acompaña
desde el cielo el soplo de la brisa cruzando
el oscuro verdor y veredas de musgo.
(..)
A oscuras escucho. Y en más de una ocasión
he amado el alivio que depara la muerte
invocándola con ternura en versos meditados
para que disipara en el aire mi aliento.
Ahora más que nunca morir parece dulce,
dejar de existir sin pena a medianoche
¡mientras se te derrama afuera el alma
en semejante éxtasis! (..)
¡Adiós! Tu lastimero himno se desvanece
al pasar por los prados vecinos, el tranquilo
arroyo y la colina; ahora es enterrado
en los calveros del cercano valle.
¿He soñado despierto o ha sido una visión?
Ha volado la música. ¿Estoy despierto o duermo?
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