viernes, 6 de junio de 2008

H.P.






No te fue dado el tiempo del amor
ni el tiempo de la calma. No pudiste leer
el claro libro de que te hablaron tus abuelos.
Un viento de furia te meció desde niño,
un aire de primavera destrozada.
¿Qué viste cuando tus ojos buscaron el pabellón
despejado? ¿Quiénes te recibieron
cuando esperabas alegría?
¿Qué mano tempestuosa te asió cuando extendiste
el cuerpo hacia la vida?

No te fue dado el tiempo de la gracia.
No se abrieron para ti blancos papeles por llenar.
No te acogieron; fuiste un niño confuso.
Golpeaste y protestaste en vano.
Saliste en vano a la calle.
Te pusieron un cuello negro y una gorra de luto,
y un juego torpe, indescifrable.

No te fue dado el tiempo abierto
como un arco hacia la edad de la esperanza.
Donde naciste te sacudieron e hicieron mofa
de tus ojos miopes; y no pudiste ser
testigo en el umbral o el huésped,
o simplemente el loco.
En tu patria sobre su roca,
con tanto sol y aire caliente, silbaste
largamente hasta herir o soñar; silbaste
contra la lejanía, contra el azar,
contra la fastidiosa esperanza,
contra la noche deslavazada, tonto.

Y sin embargo, tenías cosas que decir:
sueños, anhelos, viajes, resoluciones angustiosas;
una voz que no torcieron
tu demasiado amor ni ciertas cóleras.

No te fue dado el tiempo de aquel pájaro
que destruye su forma y reaparece,
sino la boca con usura, la mano leguleya,
la transacción penosa entre los presidarios,
las cenizas derramadas sobre los crematorios
aún alentando, aún alentando.

No te fue dado el tiempo del halcón,
(el arco, la piedra lisa y útil); tiempo
de los oficios, tiempo versado en fuegos
sobre la huella de los hombres,
sino el año harapiento, libidinoso
en que se queman tus labios con amor.




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